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jueves, 4 de noviembre de 2010

El legado de Néstor Kirchner

A medida que los días vayan pasando, el país comprenderá crecientemente las verdaderas dimensiones de la tragedia que representa para los argentinos la súbita desaparición de Néstor Kirchner. Con él hemos perdido al estadista de mayor envergadura que nuestro país haya producido en los últimos cincuenta años. A él estará siempre ligada la transformación profunda del Estado que la Argentina experimentara a partir de 2003.
Hay que situarse mentalmente en el umbral de aquel año para advertir todo lo que ha cambiado. El 2003 no está tan lejano en el tiempo y, sin embargo, lo que lo precediera parece pertenecer claramente a otra época. El país venía de una serie de experiencias traumáticas: la dictadura militar, con la que, en razón de una serie de leyes y amnistías, la ruptura había sido tan sólo parcial; el neoliberalismo menemista que, a través de sus privatizaciones y desregulaciones, había puesto a la Argentina al borde de la bancarrota; el fracaso estrepitoso del gobierno de la Alianza, que condujo a los estallidos de 2001. Había un cinismo y un desencanto generalizados respecto de la política, que encontraría su expresión en el notorio lema “que se vayan todos”.
Ya las movilizaciones sociales subsiguientes a la crisis –las fábricas recuperadas, la extensión del movimiento piquetero y otros fenómenos concomitantes– estaban preanunciando que el ciclo del neoliberalismo estaba llegando a su conclusión. Pero lo que muy pocos esperaban era que esas movilizaciones fueran a encontrar eco y simpatía al nivel del Estado nacional. Fue contra todas las expectativas que ocurrió el 2003. Al principio, el nuevo tipo de discurso fue recibido con un considerable grado de escepticismo. Se trataba, en la apreciación de muchos, de mera retórica, tras la cual habrían de ocultarse las habituales componendas de trastienda. Pero pronto hubo que rendirse a la evidencia: el nuevo gobierno estaba comprometido con un programa total de reestructuración de la sociedad argentina a sus distintos niveles. Programa que no podía dejar de suscitar la adhesión popular, a la vez que herir intereses creados que se habían consolidado a lo largo de decenios. En poco tiempo pudimos verificar el apoyo brindado por el Gobierno a las organizaciones populares; la decisión de operar, a través de los juicios a los represores, el desmantelamiento de la ESMA y otras medidas similares, la ruptura más radical con el pasado dictatorial que haya tenido lugar en el continente latinoamericano; la reorientación nacional de la economía, en el proceso que va desde la ruptura de facto con el FMI hasta el reforzamiento del Mercosur y el rechazo del plan del ALCA de Bush en la reunión de Mar del Plata de 2005; la democratización de la Corte Suprema y de la cúpula militar, etc. Como es sabido, toda esta corriente profunda de cambio fue continuada y radicalizada a través de una serie de medidas legislativas durante el gobierno de la presidenta Cristina Fernández, que ha representado uno de los esfuerzos más ambiciosos y sistemáticos en nuestro continente por reestructurar al Estado y redefinir sus relaciones con la sociedad civil. Todo esto se ha hecho en el marco de una integración cada vez mayor de la Argentina al espectro de los nuevos gobiernos progresistas de América latina. El país está menos solo que nunca en el pasado.
No voy a entrar a discutir la minucia de este programa legislativo. En los últimos días otros –Mario Wainfeld y Horacio Verbitsky entre ellos– lo han hecho en artículos excelentes. Pero sí quisiera referirme a un aspecto clave, que revela la naturaleza del legado de Néstor Kirchner, a la vez que su estilo particular de liderazgo. Me refiero a las resistencias que toda tentativa de cambio profundo suscita y al coro de infundios con el que las fuerzas reaccionarias pretenden combatirla. Hace unos días, los plumíferos de La Nación caracterizaban al kirchnerismo como “populismo autoritario”. La fórmula misma ya es, desde luego, problemática y ambigua, pero cuando se la usa para caracterizar la situación argentina es doblemente absurda. Un populismo autoritario sólo podría ser uno en el que las masas fueran enteramente pasivas y sometidas a un liderazgo que tomara las decisiones sin compartir el proceso deliberativo con nadie. Esto puede llegar a ocurrir en ciertas sociedades –pensemos, por ejemplo, en el Zimbabwe de Mugabe–, pero cuando esto ocurre, la deriva autoritaria es cada vez menos populista, ya que las masas son sustituidas por pequeños grupos de matones reclutados y organizados desde el poder. En tales condiciones lo que prima es el autoritarismo, en tanto que el populismo se limita a una cáscara vacía, a una interpelación meramente retórica, sin participación activa alguna de las masas.
Ahora bien, cualquiera que conozca mínimamente lo que está pasando en la Argentina, sabe muy bien que en ella se da la situación exactamente opuesta. Todas las medidas legislativas han sido tomadas sobre la base de la movilización autónoma de uno u otro sector de la sociedad. ¿Cómo explicar entonces esta insistencia en los peligros autoritarios del kirchnerismo? La respuesta es obvia. Se trata de crear una cortina de humo, por la que la supuesta “defensa de las instituciones” frente al “avance autoritario” no es sino un burdo intento por defender un statu quo en el que las corporaciones medran, frente al intento de democratizar a estas instituciones desde dentro. ¿Recuerdan ustedes la reunión reciente del Sr. Magnetto con líderes de la oposición para planificar algo no claramente especificado pero que, en todo caso, implicaba a claras luces organizar la confrontación con el Gobierno? ¿Y recuerdan ustedes esa otra reunión, mucho más siniestra, en la que se obligó a Lidia Papaleo a resignar el control de Papel Prensa bajo amenazas de muerte? La misma historia acerca de la sórdida acción del poder corporativo frente a la voluntad popular se repite en todas las instituciones. El gran dilema a ser dirimido en los próximos años, comenzando por las elecciones de 2011, es quién va a prevalecer: la Argentina corporativa del pasado o la Argentina popular que comenzó a emerger con las movilizaciones de 2001, que se consolidó en 2003 y que desde entonces ha ido ganando batalla tras batalla.
Es en el umbral de esta confrontación que el nombre de Néstor Kirchner permanecerá siempre como un signo liminar y señero. Ya no será una bandera para las luchas, pero se ha transformado en algo más importante: en un símbolo para las conciencias. Quiero recordar tres aspectos de su obra y de su mensaje. El primero es que fue uno de los demócratas más radicales que la Argentina haya producido en años recientes. Nunca intentó imponer una voluntad burocrática, sino que siempre buscó en las movilizaciones espontáneas de los grupos de base los aliados naturales a través de los cuales pensar, repensar y matizar su proyecto. El segundo es que nunca hizo una interpelación fácil a masas inestructuradas, sino que comprendió que, en las complejas sociedades contemporáneas, cualquier proyecto de cambio tiene que pasar por la transformación interna de las instituciones. No sé si Néstor habrá leído a Gramsci, pero en todo caso su acción política muestra algo que es profundamente gramsciano: la comprensión de que, en las sociedades contemporáneas, no hay populismo fácil; que, sin la mediación institucional, no hay proyecto político coherente. En tal sentido él mostró, a través de su acción política, algo que siempre pensé: que entre institucionalismo y populismo siempre hay una compleja negociación, los resultados de la cual presentarán matices distintos en diferentes sociedades.
Hay, finalmente, una tercera dimensión que es decisiva para entender el legado de Kirchner: su firmeza de acero, su compromiso total con las causas que abrazaba. Era un hombre de lucha, no de transacciones. Esto es lo que indignaba a sus detractores y lo que denominaban su tendencia “a doblar la apuesta”. Creo que se trataba de algo más importante que eso. El tenía perfecta conciencia de la naturaleza de las fuerzas con las que se enfrentaba, y sabía que sólo una voluntad inquebrantable sería capaz de confrontarlas.
¿Qué nos queda por hacer ahora, hacia adelante, después de Néstor? La respuesta es clara: proseguir su obra y completar su tarea. El nos ha legado objetivos que son más vastos que su vida y que la nuestra y que incluyen a todo nuestro continente. América latina ocupará su puesto en esta marcha general de los pueblos que habrá de conducir, desde la barbarie neoliberal, al establecimiento de formas justas, libres y racionales entre los hombres. Ya hemos oído estos últimos días las voces melifluas y viscosas de aquellos que, restregándose las manos de satisfacción, dicen que ahora Cristina está sola y tendrá que contemporizar con la oposición. Los que eso piensan van a encontrarse con una sorpresa. En primer término, parecen no conocer el temple de nuestra Presidenta, cuya determinación militante se ha mostrado en todas las pruebas –muchas duras– que debió pasar durante su gobierno. En todas las circunstancias mostró una claridad de propósitos y una determinación en su ejecución que la coloca en situación de total paridad con su predecesor.
En segundo lugar, Cristina no está sola. Ha perdido, es verdad, al compañero de su vida y la acompañamos todos en su dolor. Pero la acompaña también todo un pueblo, el cual se ha manifestado en los últimos días en una de las expresiones de pesar colectivo más inmensas –quizá la más inmensa– de la historia argentina. Debemos hacerle a Néstor, en las palabras de Antonio Machado, “un duelo de labores y esperanzas”. Cada fábrica, cada escuela, cada hogar, deben erigirse como la expresión de la voluntad colectiva de que la llama que se encendió en 2003 no se extinga jamás. Que todos los argentinos nos identifiquemos con aquellas palabras que José Gervasio de Artigas pronunciara en su lecho de muerte: “Amanece, ensíllenme el caballo”.

martes, 2 de noviembre de 2010

“No es el momento más difícil, es el más doloroso”

Fue un mensaje de cinco minutos que la Presidenta grabó por la tarde en su despacho. Con la voz marcada por la emoción, agradeció a la gente que fue a la Casa Rosada y adelantó que seguirá adelante “para hacer honor a la memoria” del ex presidente.

Fueron dos claras señales políticas las que dio ayer la presidenta Cristina Kirchner: la explícita, contenida en el breve mensaje que emitió, a través de la cadena nacional, al final de la jornada. Y la otra, la demostración de fortaleza que manifestó al encarar, en su primer día de trabajo tras la muerte de su marido, Néstor Kirchner, una agenda cargada de compromisos, que se estiró durante casi diez horas, incluyendo reuniones con su gabinete, actos protocolares y citas comerciales.
Los poco menos de cinco minutos que dura el mensaje que Cristina Kirchner grabó ayer por la tarde en su despacho y se difundió –a las 20.30– por cadena nacional fueron, al mismo tiempo, el emotivo mensaje de una mujer marcada por la tristeza de haber perdido al compañero de una vida y una declaración de contenido político, en el que destacó el rol central de la juventud en esta nueva etapa de la gestión y dio una respuesta a las especulaciones que cundieron en muchos medios en las horas y días posteriores a la muerte de Néstor Kirchner.
“Son las 17.40 horas del día lunes. En unos instantes más voy a recibir las cartas credenciales de nuevos embajadores en la República Argentina. Un día más de gestión de gobierno pero evidentemente un día diferente en mi vida.” Así comenzó el esperado mensaje, que se emitió finalmente casi tres horas más tarde de cuando se grabó. La decisión de grabarlo pareció acertada, ya que en varios pasajes la voz de Cristina amagó a quebrarse. Aunque la idea de dirigirse al pueblo se evaluó todo el fin de semana, cuando se planeaba la manera de continuar con la actividad, la Presidenta sólo se decidió a hacerlo a último momento, incluso después de la reunión que mantuvo cerca del mediodía en la Quinta de Olivos con el subsecretario de Medios, Alfredo Scoccimarro, en la que repasaron las ideas-fuerza sobre las que improvisaría, como acostumbra, la mandataria.
Aunque fue breve y más que nada emotivo, el mensaje tuvo también su contenido político. Desde el comienzo nomás ya se encargó de desbaratar la teoría de una supuesta debilidad o vacío de poder que buscaron imponer desde algunos grupos mediáticos o sectores de la oposición ni bien se enteraron de la muerte del ex presidente. “He leído y escuchado que este es mi momento más difícil –los frenó Cristina, sin mencionarlos–. En realidad es otra cosa. Es mi momento más doloroso. El dolor es algo muy diferente a las dificultades o las adversidades.”
La Presidenta aprovechó para pasar factura a esos sectores: “Yo he tenido en mi vida política y en mi gobierno en particular muchísimas dificultades y muchísimas adversidades”, les relató, “pero el dolor es otra cosa”. Luego confesó que se trata del “dolor más grande” que tuvo en su vida. “Es la pérdida de quien fue mi compañero durante 35 años, compañero de vida, de lucha, de ideales. Una parte mía se fue con él, está en Río Gallegos”, explicó.
“Pero no es momento de utilizar la cadena nacional para terapia emocional sino para agradecer –buscó atajarse de posibles críticas–. Agradecer a todos y a todas, a todos los hombres y mujeres que se movilizaron, que quisieron verlo, que quisieron despedirlo. Que rezaron por él, que lloraron por él, que no pudieron llegar tal vez acá porque vivían lejos, pero se reunieron en otros lugares.” También le agradeció a quienes le “entregaron rosarios” durante el velatorio. “Los rosarios de él los tengo todos en mi casa en Río Gallegos”, explicó.
Cristina siguió enumerando: “Agradecer las flores, las cartas, las camisetas de Racing, del Racing que él adoraba, hasta también las otras camisetas que le regalaron, que eran de otros partidos (quiso decir equipos), pero igual, a él el futbol le gustaba mucho, y las banderas, también que entregaron”. Con lágrimas en los ojos, y consultando un ayudamemorias, volvió a “agradecer mucho esa inmensa y formidable muestra de cariño y de amor que él se la merecía”. Y continuó: “No voy a tener falsa humildad porque, como decía una dirigente muy importante que ya falleció, ‘Hay que ser muy grande para ser humilde’. Y yo no soy grande, así que no voy a ser humilde, simplemente voy a decir que él se lo merecía.”
Pero todavía se guardaba otra definición, al hablar sobre los jóvenes, que fueron la marca distintiva de la multitud que copó la Plaza de Mayo durante el velatorio del ex presidente. “Permítanme agradecerles en forma especial a las decenas de miles de jóvenes que cantaron y marcharon con dolor y con alegría, cantando por él, por la patria. Quiero decirles a todos esos jóvenes que en cada una de esas caras yo vi la cara de él cuando lo conocí. Ahí estaba el rostro de él, exacto. Y decirles a esos jóvenes que tienen mucha más suerte que cuando él era joven, porque están en un país mucho pero mucho mejor, en un país que no los abandonó, en un país que no los condenó ni los persiguió: al contrario, en un país que los convocó, en un país que los ama, que los necesita, en un país que vamos a seguir haciendo distintos entre todos”, definió la Presidenta en otro pasaje emotivo.
Tras hacer una breve referencia al censo que se llevó a cabo el mismo día de su muerte (“Parece que somos más de cuarenta millones, porque además tuvimos la suerte de que él nos debe haber ayudado, el censo salió muy bien”), Cristina volvió sobre la idea que redondearía su mensaje: no habrá un cambio de rumbo, sino un redoblar esfuerzos.
“Quiero decirles a todos los argentinos que siempre he tenido un gran sentido de la responsabilidad, cuando fui legisladora provincial, cuando fui legisladora nacional y más aún como Presidenta, porque siento que de mí depende la suerte de todos los argentinos. Pero déjenme decirles que desde este miércoles además de esa inmensa responsabilidad que siempre sentí y ejercí con mucho amor, con mucho corazón, con mucha convicción, con mucha pasión, siento otra responsabilidad, que es la de hacer honor a su memoria y hacer honor a su gobierno, que transformó y cambió el país”, prometió. Al borde de las lágrimas, concluyó: “Muchas gracias a todos, por todo”.